La luz de los inviernos
era roja en la flor de Nochebuena,
ámbar dentro del jugo de las peras caídas,
blanquísima en las calles camino del mercado,
violeta en los crepúsculos de misa
y azul entre los cerros.
El musgo en los abetos,
donde termina el sol petrificado
y sólo la humedad verdea en una piedra,
en las gotas que ruedan sobre su sed de lluvia,
narraba los festines de la vida,
creciendo entre la sombra.
La casa siempre ahí
cansada del aroma de los higos
fecunda como bosque para las ciegas crías
de pájaros gitanos y gatos del infierno.
La casa de ladrillos asoleados
y arañas jardineras.
A veces vuelan gritos
que la noche disuelve con alfombras.
Mi abuela cae en sueños que remueven el aire.
Las fechas ya no cambian en su memoria seca
y los ojos le brillan un instante
con fósforo cansado.
Por las tardes espera
inmóvil en su silla las palabras
que cruzan como pájaros el bosque de los años.
Su alma en mangas de nube recorre otras veredas
envuelta en el olor de la naranja
y el té de manzanilla.
Territorios de sombra
acampan en la piedra su pregunta,
buscan el sueño blanco y mudo de la cal
que cubre las paredes donde hoy fluyen las grietas.
Los árboles dan frutos todavía
al final del otoño.
Xihualpa
Jorge Fernández Granados