


Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada, la frontera roja.
Se ha desvanecido la noción misma de frontera o se ha transformado por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean su nueva conceptualización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, la disolvencia -en sentido del montaje cinematográfico- de las mentalidades.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada, la frontera roja.
Se ha desvanecido la noción misma de frontera o se ha transformado por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean su nueva conceptualización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, la disolvencia -en sentido del montaje cinematográfico- de las mentalidades.
Mientras los sociólogos se esmeran en la especulación de un país frontera -de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero-, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios trafican con la inagotable vena de la frontera roja: los asesinatos en serie o “satánicos” que deglute la estética de matriz hollywoodense en la orgía sin fin de una violencia tan divertida como lucrativa. Se asimila el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” -una instancia preesquizofrénica- a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil.